Horas antes de que fuera capturado en febrero de 2014, Joaquín El Chapo Guzmán, apuraba sus últimas horas de libertad entre siete casas de Culiacán, la capital del Estado de Sinaloa. Las residencias estaban conectadas al drenaje de la ciudad, lo que le facilitaba el escape a través de un húmedo laberinto. Para acceder a él, el narcotraficante había hecho instalar en los baños un ingenioso mecanismo que levantaba la tina para entrar a túneles iluminados y con pisos de madera.
Joaquín Guzmán es el narco tenaz. Esta madrugada se ha convertido por tercera vez en el delincuente más buscado de México, un privilegio extraño para los narcotraficantes, que suelen hallar el fin de sus carreras en la prisión o con la muerte. A sus 58 años, el capo del poderoso Cártel de Sinaloa ha estado viviendo más a salto de mata que tras las rejas. Fue aprehendido en 1993 en Guatemala por Otto Pérez Molina, hoy presidente de ese país. Estuvo en la prisión del Altiplano hasta 1995. Después fue enviado a Puente Grande, en el Estado de Jalisco, hasta que se escapó en enero de 2001 en un carrito de ropa sucia. La noche de este sábado se fugó por un túnel de más de 1.500 metros desde la regadera de su celda hasta una bodega en construcción en la colonia de Santa Juana, en el pueblo de Almoloya de Juárez (Estado de México).
Durante años, el Gobierno ha conocido de la vida del criminal a través de detalles que son dejados como migajas. Cuando la Armada encontró sus escondites dijo que el capo tiene una debilidad por el azúcar. “No soportaba pasar más de diez días sin ver a sus hijas, por eso tenía dulces a la mano”, dijeron las autoridades en febrero del año pasado. En todas sus casas no faltaba una caminadora para mantenerse en forma y el whisky Buchanan’s de 18 años.