En la República Dominicana, la justicia parece funcionar a dos velocidades. Una es veloz, rigurosa y muchas veces sin espacio para el derecho a la defensa cuando se trata de personas pobres o pertenecientes a sectores vulnerables. La otra, en cambio, es lenta, calculada y meticulosa cuando involucra a figuras poderosas: empresarios, políticos, personas de alto perfil o con influencia social. Esta diferencia ha reforzado la percepción de que, en nuestro país, la justicia no es igual para todos.
Justicia
rápida para el pobre
Cuando
un ciudadano de escasos recursos se ve envuelto en un delito, la reacción del
sistema judicial es casi automática: arresto inmediato, prisión preventiva
prolongada, falta de acceso a una defensa adecuada y un juicio que muchas veces
termina en condena sin garantía plena del debido proceso. Es común ver cómo
jóvenes de barrios marginados pasan años en la cárcel sin sentencia, acusados
de delitos menores, mientras sus casos se pierden en el olvido judicial.
Justicia
lenta para el poderoso
Por el
contrario, si el acusado es un funcionario, empresario o persona con
influencias, el proceso cambia por completo. Se aplican todos los recursos
legales posibles para ralentizar los casos. Las audiencias se posponen, los
expedientes se llenan de tecnicismos, y el "debido proceso" se
convierte en una barrera protectora. Muchos de estos casos de alto perfil
terminan archivados, prescritos o con sentencias benignas que permiten a los
acusados seguir disfrutando de su libertad y privilegios, como si nada hubiese
pasado.
Un
sistema que castiga la pobreza y protege el poder
Este
desequilibrio en la aplicación de la justicia refleja un sistema que no solo es
desigual, sino profundamente injusto. La ley debería ser un instrumento para
garantizar derechos y corregir abusos, sin importar la clase social, el
apellido o el cargo que ocupe una persona. Sin embargo, en la práctica, se ha
convertido en una herramienta que castiga la pobreza y protege el poder.
Casos
emblemáticos de corrupción han sido engavetados o terminan en impunidad,
mientras miles de jóvenes de barrios marginados enfrentan condenas por delitos
menores, a menudo sin las garantías procesales mínimas.
¿Un
Ministerio Público realmente independiente?
Aunque
en los últimos años se ha promovido la idea de que contamos con un Ministerio
Público independiente del Poder Ejecutivo, la realidad que se percibe desde los
barrios y comunidades humildes no ha cambiado de manera significativa. El
discurso de independencia no se ha traducido en una aplicación equitativa de la
justicia. La diferencia en el trato entre ricos y pobres sigue siendo evidente,
lo que cuestiona si esa supuesta independencia es real o simplemente una
narrativa institucional.
Es
innegable que se han llevado a cabo procesos judiciales contra figuras de
renombre, pero muchos ciudadanos sienten que esos casos avanzan con lentitud
sospechosa, mientras que cualquier joven sin recursos enfrenta todo el peso del
sistema penal sin mayor defensa ni oportunidades.
¿Justicia
o privilegio?
Esta
realidad plantea una pregunta crucial: ¿está diseñada la justicia dominicana
para castigar la pobreza y proteger el poder? Si bien el marco legal establece
que todos los ciudadanos son iguales ante la ley, en la práctica esa igualdad
es más teórica que real. Y mientras no exista un cambio profundo, tanto en la
estructura como en la voluntad política de aplicar justicia sin excepciones, el
sistema seguirá funcionando con ese doble rasero.
El
reto de una justicia realmente justa
Lo que
el país necesita no es solo un Ministerio Público que diga ser independiente,
sino un sistema judicial que actúe con firmeza y equidad, sin importar el
estatus social, el apellido ni el poder económico de los involucrados.
La
República Dominicana necesita una profunda reforma en su sistema de justicia,
no solo en el ámbito legal, sino en su cultura institucional. Es necesario
fortalecer una verdadera independencia del Poder Judicial, garantizar el acceso
a una defensa justa para todos los ciudadanos y erradicar la impunidad que
protege a los poderosos.
Solo
así se podrá reconstruir la confianza ciudadana en las instituciones y sentar
las bases de una verdadera democracia.
Una
verdadera democracia se construye sobre un sistema judicial justo, imparcial y
equitativo. La justicia no debe tener rostro, ni clase, ni partido. Debe ser
ciega, pero no insensible. Solo así se podrá restaurar la confianza ciudadana y
construir una sociedad donde todos, sin importar su condición, puedan tener las
mismas oportunidades ante la ley.
La
justicia no puede ser un privilegio de clase. Debe ser un derecho garantizado
para todos. Y hasta que eso no se logre, seguiremos teniendo una justicia que
castiga con rapidez al pobre y protege con paciencia al poderoso.
Sobre
el autor:
Fernando
Castillo Ureña, es docente e investigador social, con amplia
experiencia en temas desigualdad. Ha trabajado en comunidades vulnerables y
promueve la equidad como base para una sociedad más justa.
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