Cada 12 de octubre se conmemora en gran parte del mundo lo que tradicionalmente se ha llamado el Descubrimiento de América. Sin embargo, esta denominación ha sido cuestionada por numerosos historiadores, educadores y ciudadanos críticos que consideran que, en realidad, no hubo un “descubrimiento”, sino un encuentro entre dos mundos: el europeo y el americano.
Resulta necesario preguntarnos: ¿cómo puede descubrirse un territorio que ya estaba habitado? Antes de la llegada de Cristóbal Colón en 1492, el continente americano era hogar de grandes civilizaciones como los mayas, los aztecas, los incas y los taínos, entre muchas otras. Estas culturas poseían avanzados sistemas políticos, económicos y sociales, además de un profundo conocimiento astronómico, arquitectónico y agrícola.
El historiador Eduardo Galeano afirmaba en Las venas abiertas de América Latina (1971) que “América no fue descubierta, fue invadida”. Esta frase, tan contundente como polémica, invita a reflexionar sobre cómo el lenguaje puede transformar nuestra visión de los hechos. Decir “descubrimiento” implica una mirada eurocéntrica que coloca a Europa como el centro de la historia, mientras que hablar de “encuentro de culturas” reconoce la existencia previa y el valor de los pueblos originarios.
Ahora bien, ¿fue realmente un encuentro entre iguales? Aunque el término “encuentro” suena más conciliador, la realidad histórica muestra que el proceso estuvo marcado por la conquista, la imposición cultural y la explotación. Millones de indígenas perdieron la vida a causa de las guerras, las enfermedades y la esclavitud. Las lenguas, creencias y costumbres nativas fueron reemplazadas o reprimidas bajo la promesa de una “civilización” europea.
Sin embargo, negar el impacto de ese encuentro tampoco sería justo. De aquella fusión dolorosa surgió una nueva identidad: la cultura mestiza, mezcla de lo europeo, lo indígena y lo africano, que hoy define gran parte de nuestra identidad latinoamericana. Como diría el poeta Octavio Paz, “toda cultura es un diálogo entre lo que se recibe y lo que se transforma”.
Por eso, más que celebrar un descubrimiento, el 12 de octubre debería ser una fecha para reflexionar. Reflexionar sobre la historia contada y la historia silenciada, sobre las heridas que aún permanecen y sobre el valor de la diversidad cultural que hoy caracteriza a nuestros pueblos.
¿Estamos educando a las nuevas generaciones para comprender este hecho como un proceso de dominación o como un intercambio cultural? ¿Qué significa hoy, en pleno siglo XXI, hablar de identidad americana?
Estas son preguntas que merecen seguir abiertas. Porque más allá de las versiones oficiales, el 12 de octubre no marca el inicio de América, sino el comienzo de una nueva etapa en la historia de la humanidad: el encuentro, desigual pero inevitable, entre dos mundos.
FERNANDO CASTILLO
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